Una experiencia personal
La situación era que estaba separado emocional y físicamente de mi familia. Al perder mi trabajo, mi vivienda y mis estudios regresé a España.
Hablando con mis familiares y amigos consensuamos mi ingreso en el centro terapéutico el Valle. Gracias a ellos y también a las subvenciones finalmente duró algo más de 13 meses, unos 400 días de tratamiento dual por adicción y trastornos de la personalidad y del ánimo.
¿Qué esperaba al entrar el primer día? Esperaba salvarme: buscar soluciones a mis problemas personales, dar los primeros pasos para desvincularme de una relación de más de 10 años con las drogas y poder paliar aquellos daños y aquella desviación de mí mismo que pudiesen impedirme tener familia y realizar mi trabajo.
Mis comienzos en el programa fueron muy difíciles. Por un lado iba ‘sobremedicado y con un estado mental terrorífico’ que me hacía estar muy aturdido y anestesiado emocionalmente, incapaz de ser consciente de gran parte de todo lo que ocurría. Por otro ‘normalizar y aceptar mi nueva situación y mi reto’ y además, claro, ‘adaptarme a mi nueva vida’: horarios, normas y sobretodo mi forma de ser, mi comportamiento y mi forma de expresión con los compañeros, la integración esencialmente. Cuándo me desperté el primer día vi a la gente y durante muchos más días sentí un cierto desaliento, cómo si formar parte de aquello me fuera a marcar de una manera terrible a sabiendas que aquello era necesario. En ese aspecto, el ambiente me resultaba ajeno y hostil redundando en mi tendencia a desinteresarme y plegarme sobre mí mismo. Así pues, yo creía que de algún modo cuanto necesitaba era esencialmente recuperarme del shock, de las circunstancias en que se produjo mi vuelta.
Por aquel entonces y desde el principio ya intuía yo que aquello tenía el aspecto de ser algo más que un pequeño proceso, de hecho supondría un impás, una brecha sobre el continuo de mi vida de proporciones tan descomunales que me resulta evidente que no pudiese ni imaginarlo. Allí es lo que encontré. Siendo así, sin embargo yo estaba convencido hasta la médula de que si quería habría de confiarme y abrirme totalmente a las indicaciones y correcciones del equipo. Qué gran conciliador, qué sensación de afinidad, no me extrañaba el efecto benigno y de alivio que sentí al encontrar una primera fórmula personal para aplicar en más bien bastantes casos: ‘Está bien Ignacio, así es el mundo, así son las personas’. Reconocer el ‘así soy yo’ me llevaría aún un largo trayecto. Si no hubiese sido por la mediación coordinada de la psicóloga, los trabajadores sociales y de psiquiatría así cómo los otros monitores no sé si hubiese terminado por abandonar, a menudo rozaba o remoloneaba el punto de rendición. Entre las primeras impresiones que recibí y que me llamaron poderosamente la atención y aún lo hacen es que dentro de la comunidad del Valle, y esto lo iría escrutando con el tiempo, encontraba como una miniatura de la sociedad. Allí llegan a tratarse personas pertenecientes a todos los estratos y de condiciones tan diversas, y a todas se les acepta sin distinciones de ningún tipo, sea racial, sexual, ideológica o económica y tras un breve estudio comienza a generarse una dinámica de actuación para las particularidades de cada cual. Había gente sin estudios, emigrantes, trabajadores en paro, gente de negocios, con alta preparación, expresidiarios, ancianos, madres, mujeres y hombres maltratados, estudiantes, gente con una situación socioeconómica solvente o muy expuesta, gente sin vínculos con su familia, divorciados, con hijas o sin ellas, una variedad tremebunda perteneciente a todos los estratos sociales, con problemas y limitaciones propios viniendo de mundos ciertamente diferentes que a veces parecía un logro humano en sí el mero hecho de poder sentarnos a comer todos juntos día tras día. Y las diferencias no sólo quedaban ahí, también estaban las diferencias de cada uno en cuanto a su manera de entender el tratamiento: su honestidad, su actitud y su compromiso. Algunas personas que parecían que iba a recalar de campamento o de picnic forestal en cambio otra gente se mantenía estoicamente súper seria e implicada del principio a fin, con su historia y con el resto de la comunidad. Ví gente abandonar a las dos horas, a los dos meses, gente que recaía a los 10 pero también los que salían con su alta médica y volvían con otra luz tan sólo a saludar. Estos últimos me resultaban inspiradores ya que encarnaban y atestiguaban los efectos benefactores del tratamiento y además otorgaban una cierta sensación de seguridad que pude asimilar como que ‘el que aguanta, lo consigue’.
Hubo un monitor de Terapia Ocupacional que a fuerza de insistir de tan buen talante infundándome mensajes de esperanza, alegría, energía a todo riesgo de aquella forma tan auténtica, pura y campechana que parecía cambiar el clima al aparecer por allá. Los consejos y gestos en su boca rescataban una fuerza de una llaneza grandiosa. No había motivos de más para preocuparse ni para liarse porque lo cierto es que había tanto que hacer para ocuparse bien que con aquello ya era tanto. Los reforzamientos, recordatorios, la confianza que me hacia ganar en mí me rescataban de mi desatino. De él recordé el gusto por la naturaleza en todas sus expresiones. Empecé correspondencia por cartas para retomar contacto con todos mis familiares, reviviendo recuerdos, compartiendo esperanzas y recibiendo mucho apoyo en las llamadas durante los fines de semana. A veces esa voz al otro lado del teléfono era suficiente para reconectarme a la vida y recobra fuerzas para continuar despejado.
Habría de remarcar que el grupo y afinando las relaciones entre nosotros y con los educadores sociales y monitores también son representativos, definen en gran parte no sólo el ambiente dentro de la comunidad si no la calidad de las terapias y del tratamiento en última instancia.
A los tres meses, empecé a tener salidas alternas un fin de semana sí y otro no, lo que revalorizó mi tiempo con la familia y empezó a permitirme poner en práctica las pautas y el modo de vida que aprendía en el tratamiento en la calle y en mi casa.
Sentirme mejor conmigo mismo, recuperarme de unos años muy duros, madurar y digerirlos eran ya parte consciente y presente en mí. Aprender que bajo un orden (de la cama al ropero), unos hábitos de sueño, comida, higiene (de la bucodental a la postural), ocupación, deporte, aprendizaje, de convivencia podría, tal vez, seguir adelante. Esto entre otras cosas, me lo inculcaron las terapeutas y trabajadores sociales.
La vida y las circunstancias nos imponen el malestar, la pena, el sufrimiento físico y el psicológico. El tiempo lo trae y el tiempo lo cura. Pero también nos brinda la oportunidad de elegir, de aprender, de actuar frente a cada situación minimizando ese sufrimiento. Yo sufro auténtica y voluntariamente por cosas que no está dentro de mis posibilidades cambiar y también por mi descontrol en las relaciones afectivas, pero al menos soy consciente de ello.
Conozco el exceso, la contención, la privación y creo que es momento de discernir entre aquello que es feo y dañino para la deuda que tengo hacia la propia vida y la muerte, hacia mis seres queridos.
Pero hay otras tantas cosas, tan básicas y tan importantes, que empezaré diciendo que me hice un ser humano. He aprendido mucho sobre mí mismo: mis tendencias, mis carencias y mi perfil comunicativo y conductual a través de las terapias grupales e individuales, de las hojas de reflexión. Sobre qué tengo que trabajar y qué impulsos debo contener y qué emociones y pensamientos vehicular. Tuve muchos altibajos, tropiezos conmigo mismo, con otros compañeros, con el equipo, momentos muy duros con los que tuvimos que bregar juntos para continuar. Aprendí a disculparme, reconocer y pedir ayuda, aceptarla y subordinarme. Qué debía aprender a reconocer, a afrontar o a evitar para no recaer ni en el consumo ni comportamentalmente. Aprendí valores, a tener consciencia y manejo sobre mis estados gracias, entre otras cosas, a la atención plena o mindfullness, el control del cuerpo y la meticulosidad en el trabajo de campo o con las manos. Un monitor de ocupación con una vida a sus espaldas en ese tipo de trabajos y un psicoterapeuta con formación en esa disciplina, esa rutina de entrenamiento atencional, me ayudaron mucho. A estas alturas mi comportamiento, mi actitud y mis opiniones comenzaron a transformarse. ¿Cómo evitar quedarse incólume ante el sufrimiento explícito y el aún más voraz, interior, de las vidas que me rodeaban? ¿Qué hacer cuándo veías a la gente dejar de luchar por sus vidas, atajar todo asintiendo en la superficie? ¡¿Y mi familia, qué pasa con mi familia y conmigo mismo dentro de ella?! Pudimos comenzar tras apagar los primeros fuegos y sanearme, reconfigurar y asentar los primeros pilares. Empecé a salir cada fin de semana, no sin pasar crisis y mucha ansiedad, inseguridad, nerviosismo de estar sólo o simplemente en público. Aunque los sentimientos de pertenencia y redescubrimiento de mi lugar entre los míos ya empezaban a florecer autoafirmándome. Eso impulsó la fuerza de revivir el silogismo de ‘si es bueno y me funciona, ¿porqué no seguirlo?’ así cómo toda una recuperación de la lógica natural y normal de las cosas. Ahí dentro aquello si era de ley. Una apertura pequeñita, pero en mí lo suficientemente amplia para seguir nutriéndome. La estancia allí, aunque costosa empezaba a operar cambios profundos dentro de mí.
Llegué al punto de considerar que no podía estar en mejor posición, ¡Desde aquella sima de miseria y perdición sin lugar a conmiseración o recuperación alguna! Me dije: ‘Si realmente estoy tan mal como estoy descubriendo, aunque me cueste aceptarlo las personas que más quiero parecen tan contentas y hasta yo empiezo a encontrar cierta satisfacción de ultrafondo en corregirme y mejorarme valorando que además tengo a disposición todo un equipo de personas a las que he comenzado a apreciar de todas las formas que me son posibles, consagradas, cuya profesión es ayudarme a estar mejor, aquí es dónde debo estar, sea el tiempo que sea. Ahí tomé la muy resuelta decisión de, en lo concerniente a mi alta, irme con todo el trabajo que pudiese hecho, dentro naturalmente de las expectativas y los límites de mi falible honestidad, y cuándo ellos consideraran que estuviese lo suficientemente preparado para enfrentarme a lo que me esperaba fuera.
Estoy hablando de momentos de lucha en los que uno perdía la creencia de poder con uno mismo, de vencer aquello que le impulsaba a obrar malamente para los otros y para sí también. Cómo contrapunto diré que era verdaderamente excitante y emocionante comprender que ése era el lugar para exponer y sacar tal o tal cosa de esas que iba arrastrando o cargando. El entorno era el adecuado y estaba controlado las 24h por lo tanto abordar otro tipo, todo tipo de cuestiones sin más ataduras que las de mejorar y sin más meteduras de pata en lo que imaginaba que llegaría por alcanzar, la cotidianeidad.
Hubo un educador social cuya relación me resultaba un indicador del progreso y de mi propio estado. No acertaba a saber como esa presencia enigmática e imponente, tan firme y contrariadora como beatificadota y comprensiva podía tener tanto calado sobre mis respuestas. Parecía resultarle evidente o trivial mi caso y como exasperarme al límite o pacificarme y reconocerme en cualquier momento. El propio tiempo aprendiendo de y con él fructificó haciéndome comprender en parte de qué manera sus métodos y argucias surtían efecto en mí. Jamás conocí a un hombre más fuerte y entero.
Aprendí a parodiar y reírme de mis propios lóbregos tormentos, de mi incapacidad en asuntos triviales. Refutar mi astuta y enconada estupidez de forma impecable. Liberar toda duda, cada resquicio de inseguridad y pesimismo antes de afrontar cada trance importante. Y seguir, no parar nunca de hacerlo.
Los que compartieron la mayor parte de mi terapia pudieron apreciar el tremendo cambio en términos de habilidades sociales, de actitud, terminando por encontrarme con una fragmentación tremenda en la percepción que tenían los pacientes que compartieron mis inicios y los recién llegados, llegando a retratarme por ellos en la fase final de mi tratamiento como alguien que francamente jamás esperé ser o parecer: ‘trabajador, implicado, amable, con las ideas muy claras, que transmite calma, respetuoso, educado, culto, formal’ agradeciéndome ‘el buen trato que demostré hacia tus compañeros’ o ‘lo enriquecedoras que resultaban mis hojas de reflexión’ sin dejar de recordarme que debía ‘seguir adaptando mi forma de expresión, trabajar mi introversión, seguir esforzándome al máximo en mi afán de aprendizaje y en el trabajo, apoyándome en mi familia, sonriendo sin restricciones, mejorando mi actitud, mi organización, mi puntualidad, que no dejase de utilizar mi inteligencia para bien y no en mi contra’ y agradeciéndome en resumidas cuentas.
La paciencia, la tolerancia, la disciplina, la humildad, la asertividad, la empatía, la templanza, la solidaridad, todo ello cobró un sentido más vivo, más real, se hicieron verbos. La educación en valores fue algo increíble, uno los pierde y está perdido.
Encontré muchas dificultades para relacionarme tanto para afinar en los horarios, el interés y el conocimiento por todas las normas y límites dentro del tratamiento y también de una vida normalizada. Esto fue una constante durante el tratamiento y también a día de hoy. Incorporar las habilidades sociales que me permitiesen hacerme algo más permeable y comprensible a los demás, para aprender a comprender, a escuchar, a ser alguien normal. El deporte, la ocupación y los grupos de debate, los encuentros y sesiones de convivencia, el aprendizaje.
Remarcaría cómo muy significativa la implicación en la práctica de resolución de problemas personales cotidianos o de mayor envergadura. Saber tomar y conciencia y reconocer, diferenciar qué es un problema en base a si tiene solución. No se sabe cuanto a veces, es formularlo adecuadamente, encontrar el planteamiento y la definición apropiada. Antes de plantearse soluciones de dónde vengan y analizar su efectividad y relación en el tiempo. niebla para seguir y seguir. Aprendí que no es no, porque yo quiero y elegí que de ahí en adelante eso y no querer anestesiarme o doparme o relagarme y arruinarme y defraudarme e intoxicarme.
Y para que esto pueda ser así, he de tener presente cuándo estoy sobrepasando mis límites de confiabilidad, cuándo saltan los chivatos, entre otras muchas cosas, día a día, para no tener otro consumo ni otra recaída.
Empecé a salir de jueves a domingo. Encontré un trabajo de fines de semana, unos cursos de inglés y de francés. Y me reencontré con relaciones perdidas durante el camino. Aprendí que tenía una familia, a ser parte de ellos. A día de hoy estoy integrado y con una gran aceptación por su parte, esto hubiese sido imposible sin la intervención, consejo y asesoramiento de la psicóloga. Aprendí a hacer críticas definiendo objetivos, describiendo la situación al nivel de conducta observable, expresando mis sentimientos y reforzando el cambio o el intento del mismo.
Trabajar la expresión y recepción de críticas fue algo costosísimo para mí, aunque logré incorporar algunos automatismos muy productivos. Así como otras actividades participativas consiguieron encaminarme en este aspecto. Aquí seguiré señalando la valiosísima tarea de educadoras sociales.
Me empecé a preguntar porqué me era tan difícil, puesto a ello, darme cuenta de mis problemas. Acostumbrado a mentirme y a evitarlos, a distorsionarlos, a soterrarlos y todo eso procede del mismo nodo desde dónde razono, analizo, desde dónde puedo reconocerlo: mi mente y mi pensamiento. También porque me he dirigido malamente, echando por tierra mi educación y mi proceso de maduración. Me he descuidado, perdido y sobrepasado muchos límites del respeto, la confianza, la responsabilidad, el amor, hasta no saber qué estaba bien o qué estaba mal, si era correcto o incorrecto.
Gracias al apoyo inconmensurable del equipo del centro, su cercanía, mi familia, los compañeros y algunas otras personas allegadas saqué la ilusión, la fuerza de voluntad, mantener el convencimiento aún en los momentos de
Reconocer y aceptarme a mí mismo, a los demás, al mundo. Renovar mis votos con mi mejoría y la abstinencia, no conformarme, seguir pegado al suelo, aprender a caminar solo de nuevo siendo meticuloso e implicándome en aprender, en formarme para rehabilitarme y transformarme. Sufriendo, desesperándome, ajustando las expectativas, los sentimientos y luego aprendiendo a simplificar, clarificar, concretar, a llevarlo con más levedad y con más tranquilidad son procesos orgánicos que se desenvuelven lentamente y como los dientes de una sierra el esfuerzo termina por llegar a una desesperanza creativa y sigues avanzando. Comprender esto es básico.
Entre todo esto habíamos logrado llevar con éxito una retirada progresiva de la medicación, en comunicación entre el equipo del centro, mi psicóloga y mi psiquiatra asignada en el C.S.M. Es muy difícil describir qué ocurre cuándo uno pasa de estar muy medicado a aprender a autocontrolarse tras la retirada de medicación. No hablo del malestar inicial que genera el parar el tratamiento farmacológico, hablo de recobrar movilidad, de que te cambie la cara, el gesto, las capacidades cognitivas, la caligrafía, el léxico, la postura, la capacidad de concentración, la memoria, que sientas y pienses más vívida y claramente. No tiene precio despertar de ese letargo, recobrar fuerza en las manos y en las piernas, reconocerte en tus ademanes y en tus rasgos. Es como volver a la vida, el temor a estar con la etiqueta de ‘enfermo mental’ y ‘paciente crónico’, ‘incapacitado, no autónomo’ es muy poderoso, paraliza y desdibuja cualquier perspectiva de futuro profesional y familiar, pero a veces se puede vencer o reducir las dosis, limitarlas a situaciones puntuales.
Al final del tratamiento llegué a la conclusión que de algún modo el aprendizaje, la terapia se personificaba en los miembros del equipo, sin duda los más avezados de la comunidad. Eran ellos quienes a mi ver habían logrado constituir un todo personal moral, denso y consistente muy apurado al que atenerme, más fuerte, liberador, responsable y capaz de cuanto hubiera encontrado nunca antes. A estas alturas estaba fuertemente integrado y concienciado de cómo progresar en comunidad. Había hablado de todo en mi terapia personal, de forma que la psicóloga logró devolverme una imagen de mi persona desde pequeño hasta mi vida más reciente nueva y sencilla, muy reveladora en su totalidad. Aprendí de aquella soledad, de aquella necesidad a recuperar la confianza en los estándares deseables para mí y para cualquier persona.
¿Cómo iba a creer yo que ellos, o cualquiera, podría ayudarme a desenredarme en todas aquellas cuestiones?
Así llegado el momento se me informó que me fuese preparando, que mi tratamiento estaba llegando a su fin.
El equipo se implicó mucho conmigo, tanto tiempo, dedicación, esfuerzos de ánimo, de trato, de comprensión, amabilidad, compasión, a bregar con tantas cosas de mis circunstancias. Postergar la gratificación y mantener los compromisos con la dedicación y tiento que requiere la propia vida se convirtieron en hechos: la abstinencia y la evolución y consecución del programa; el restablecimiento de mis relaciones familiares y una diligencia e interés prolongado por instaurar nuevos hábitos y maneras de relacionarme. Dar los pasos para reengancharme a mi vida académica y cimentar los pasos para la inserción laboral y una cierta autonomía económica.
Al final de la terapia redescubrí la ira que albergaba y las dificultades que me generaron a lo largo de mi existencia. Ésta nos pone en contacto con nuestro lado más instintivo, más próximo al lado animal y nos liga al instinto de preservación. No puedo imaginar cuantas cosas más podría haber descubierto sobre mí si alguna tan importante como esa había seguido agazapada tras más de un año allí. Por lo tanto no quería pasar página con el tratamiento, sin escribir un buen broche final, sin estar bien dirigido, haciendo y manteniendo esfuerzos cada vez mayores para afrontar los retos que tengo ahí afuera. Aquí empecé a trabajar mi sonrisa como algo determinante, la mirada, la postura, el gesto me había cambiado así que había llegado el momento de ir más allá.
Entre todos hemos construido alguien mejor, son referentes y a día de hoy me gusto, respeto mi historia y me doy la oportunidad de ser digno, honrado, educado, sano y decente y este es el afortunado fruto de la estancia en comunidad terapéutica.
Estoy trabajando y estoy estudiando. Estoy estable y mejorando, tras un tratamiento y una deshabituación farmacológica que va por buen camino. Tengo una relación floreciente a nivel familiar, amical, laboral y sentimental y esto es cuanto espero de mi vida, que transcurra por este cauce.
Hasta aquí una crónica personal, la mía, mejor o peor redactada y procurando guardar un cierto orden cronológico.